Es muy habitual oír que el paciente, si quiere curarse, necesita tener confianza en su médico. La confianza en el médico es un valor que se está perdiendo y está siendo sustituido por la confianza en el equipo quirúrgico famoso, en el famoso centro hospitalario o en el medicamento novedoso y carísimo. Pero finalmente son formas de la confianza cuyo sujeto es, en todos los casos, el paciente. En el otro lado de la ecuación están los médicos y, en general, todo el estamento sanitario. Ellos, al igual que los pacientes, también confían en la tecnología médica diagnóstica y quirúrgica, en los potentes medicamentos de síntesis y, ¡cómo no!, en ellos mismos. En el paciente no confía nadie. A nadie parece importarle.
Pero es necesario confiar en el paciente. Hemos dicho más de una vez que no hay ninguna medicina que cure. Hay medicinas que permiten al organismo curarse, que facilitan ese proceso. También hay medicinas que parecen dificultar la curación, pero de esas hablaremos en otra entrada. En el mejor de los casos, como digo, las medicinas facilitarán la curación del organismo, pero es el organismo el único que puede curarse.
¿Y quién es el organismo? En efecto: el paciente en persona. Si esperamos que un paciente resuelva una situación patológica, en especial cuando es grave, y no confiamos en él, en su innata capacidad curativa; si entre la curación de un enfermo y el médico cuya obligación es ayudarle a curarse se interpone, por ejemplo, un pronóstico infausto en el cual el médico cree más de lo que cree en su enfermo, entonces, ¿quién estará de parte de ese paciente frente a la enfermedad?, ¿quién lo guiará? Ese enfermo está en una situación aún peor que la de aquél que no tiene médico: tiene un médico que lo ha condenado. ¿Quién podrá ayudarlo?
La confianza en el paciente se perdió con el advenimiento de la medicina de síntesis: el medicamento lo hace todo y el enfermo nada, ¿por qué habría que confiar en él?, ¿para qué, si ya el médico y la fábrica de medicamentos le van a dar el trabajo hecho? La relación perfecta entre médico, naturaleza y enfermo, desapareció. El paciente se ha vuelto irrelevante. Los remedios que la naturaleza ofrece para resonar con las necesidades del enfermo (en su propia naturaleza) y cuyo conocimiento el médico atesora, quebró definitivamente. Sin embargo, por alguna razón, los enfermos siguieron confiando en los médicos. La medicina se institucionalizó, aparecieron los protocolos diagnósticos y terapéuticos y el médico se convirtió en un intermediario entre la industria y los usuarios. Su virtualidad como médico desapareció casi por completo. Y los enfermos siguieron confiando en los médicos, pero cada vez menos.
Ahora, los mismos poderes que liquidaron la confianza en el paciente, necesitaban liquidar la confianza en el médico. Para ello, estimularon la enemistad entre pacientes y médicos creando alrededor de estos últimos un ambiente de culpabilidad centrado en la mala praxis. Resulta bastante curioso que, en un momento en que los médicos se ven constreñidos a hacer exactamente lo que se les manda, en el que la libertad terapéutica (principio volcado al bien de los enfermos y antaño sagrado) no pasa de ser una fórmula vacía, precisamente ahora que no pueden hacer nada por sí mismos, se les quiera responsabilizar social y judicialmente por los fracasos. Pero no hay que preocuparse: los que así actúan no tienen nada contra los médicos, hacen lo que hacen por el negocio. Ahora se trata de que la industria dictará, como lo ha hecho los últimos cien años, los protocolos clínicos. Pero más que nunca. Los médicos se limitarán a cumplirlos porque si no lo hacen incurrirán en mala praxis, pero si son obedientes y algo sale mal estarán protegidos por el sistema: han seguido los protocolos.
El médico y el enfermo han dejado de ser amigos. Peor aún: para mayor gloria de la industria, han dejado de reconocerse mutuamente como tales. No confían ya el uno en el otro. El médico se refugia en los protocolos y los equipos (medicina defensiva). El paciente se refugia en la desconfianza, las reclamaciones y las demandas. Curiosamente, los protocolos se mantienen al margen de toda duda. Y eso a pesar de que algunas encuestas nos dicen que, en los Estados Unidos, los medicamentos son la tercera causa de muerte.
Pero no todos los médicos han sucumbido ante el poder de la industria. Hubo muchos que mantuvieron criterios médicos independientes, incluso dentro del sistema. Lamentablemente, con el tiempo esos médicos han ido siendo cada vez menos y nombres como Marañón, Jiménez Díaz o Letamendi nos evocan algo así como la última frontera entre la medicina clínica y el caos. Sus discípulos ya no pudieron brillar con la misma intensidad que ellos.
Existió otra línea de médicos que, más humilde y escondidamente, siguieron la tradición de la vieja medicina: los médicos naturistas. Conocedores de la hidroterapia, de la fitoterapia y de la dietética, han prestado y prestan un impagable servicio a la sociedad ayudando a sanar a sus pacientes y estableciendo de nuevo los viejos vínculos de confianza mutua.
Y los homeópatas, que a lo largo de más de dos siglos han mantenido la tradición hahnemanniana gracias a la cual han ayudado en innumerables y sorprendentes curaciones, lo que finalmente ha provocado el feroz ataque de sus detractores, precisamente esos mismos cuya felicidad estriba en los protocolos farmacéuticos a los que aplican el interesante calificativo de científicos.
Como homeópata escribo estas líneas. Como homeópata, confío en mis pacientes porque tiene que ser así: ellos son los que curan. Muchos de ellos confían en mí, lo cual me enorgullece. Entre el médico homeópata y su paciente no sólo se establece esa confianza, sino aquella relación perfecta a la que antes me refería, basada en tres soportes: la naturaleza (de los remedios), la naturaleza (del paciente) y el médico. Así lo podemos ver en Hahnemann, que establece, ya desde el parágrafo 3 de su Órganon, los tres saberes del médico:
1-El conocimiento de lo que debe ser curado en la enfermedad individual (conocimiento del paciente).
2-El conocimiento de lo que hay de curativo en cada medicina en particular (conocimiento de las medicinas)
3-El conocimiento de cómo debe aplicarse lo uno a lo otro, de manera que se siga la curación (conocimiento de la ley curativa o ley de semejanza).
El médico que posee esos tres saberes y además sabe eliminar los obstáculos que se oponen a la curación (higiene), es, en opinión de Hahnemann, un verdadero médico. El médico que posee esos saberes, añado yo, se ve en la necesidad de confiar en su paciente porque en el enorme y misterioso escenario de la vida, la enfermedad y la salud, el médico es tan solo un mediador, un auxiliar, un espectador privilegiado que, sin el paciente, sin la energía del paciente, sin su determinación de vivir en armonía, jamás podría por sí mismo conseguir la más mínima de las curaciones.
Doctor Emilio Morales